Capítulo anterior...
Los tiempos en guerra siempre son fatales. Sea el lugar y la época que sea. Y en el pueblo donde viví mis primeros años de vida, donde la vida normal ya era pobre de por sí, la fatalidad alcanzó proporciones épicas...
Después del reclutamiento forzado de los aldeanos, la desgracia acabó con las esperanzas de muchos en seguir adelante. La hambruna se hizo más acuciante de lo que podía ser en tiempos de escasez y esto pudo con mucha gente del pueblo. Los alimentos no llegaban y cuando lo hacían era demasiado tarde. Los hombres, responsables de sacar adelante a sus familias, se habían marchado a un viaje sin retorno y los que quedaron padecieron las horribles consecuencias...
Muchos decidieron irse de sus hogares para encontrar un lugar con más posibilidades donde vivir, dejando atrás toda una vida y el esfuerzo de años de duro trabajo. Las tierras que abandonaban se marchitaban con el paso de los meses. Algo que sucedía incluso con los cultivos de los que se quedaban debido a que los que podían hacer el trabajo estaban en el mejor de los casos luchando por su vida con lo que podían, o en el peor de los casos, enterrados en una fosa común de algún lugar ignoto. El clima durante aquellos años tampoco cambió la situación para mejor. Parecía que la calamidades que traía consigo el conflicto no venían solas...
Las pocas familias que quedaron diezmaron con demasiada celeridad. Primero los hombres y mujeres de más edad, acompañados por los niños de muy corta edad. Los funerales estaban a la orden del día y las campanas de la iglesia no paraban de tocar la marcha fúnebre. Todos los aldeanos decidieron sin anunciarlo públicamente, vestirse de negro. Algunos por la pérdida de familiares y amigos, otros por la certeza de que los que cumplían con su deber con la patria no volverían. Si quedaba la remota posibilidad de que hubiera alguno que no tuviera esta situación directa o indirectamente, lo hacía por solidaridad con los demás...
Los niños como yo, tuvimos que trabajar para la subsistencia de nuestras familias y hacernos hombres a marchas forzadas. Algunos no pudieron con tanto esfuerzo físico y sufrieron hasta morir de enfermedades que no pudieron ser tratadas por ningún médico porque no había ninguno...
Tanta muerte hizo que el cementerio del pueblo se saturara. Lo siguiente fue cavar fosas a las afueras del pueblo para evitar más enfermedades... y más muerte... y niños que no habían llegado a la pubertad cavando para enterrar a los suyos...
En este ambiente de desolación vivimos mi madre y yo. Y a diferencia de otras familias, en las que la pérdida de algunos creaba vínculos fuertes entre los que quedaban, nuestra unión era... un espejismo... necesario.
Después de la marcha de mi padre, mi madre se encerró más en si misma, si eso era posible. No nos dirigíamos la palabra, y ni ella ni yo intentábamos cambiar la situación entre nosostros. Parecía como si hubiéramos decidido clausurarnos en un convento y cumplir voto de silencio. Aunque en nuestro caso no habían misas, ni flagelaciones... casi no existíamos. Eramos como dos almas en pena sin rumbo...
Al principio pasamos hambre. Al poco... hambre en demasía. Los primeros días nuestros estómagos gritaban nuestra atención constantemente. Pero con el tiempo dejaron de "molestar". Como al niño que dejas que llore todo lo que quiera hasta que se queda dormido.
Esta fue nuestra horrible situación durante meses. Nuestros cuerpos se volvieron cadavéricos. Pertenecíamos más al otro mundo que al nuestro. Mi madre junto con la palidez que hizo suya desde hacía tiempo parecía un auténtico fantasma. Pero al carecer de expresión en su rostro , nunca supe si alguna vez se planteó que lo único que quedaba era esperar que llegara la guadaña para llevarnos o algún milagro que cambiara nuestras vidas.
Cuando todo se hizo insoportable mi madre cayó enferma. No podía ser de otro modo. No podía moverse de la cama y su cuerpo pasaba de una fiebre abrasadora a un cuerpo helado como témpano de hielo. Lo único que se me ocurrió en aquel momento era sentarme a su lado y cogerle de la mano. Con ocho años no podía hacer otra cosa. Nadie me había explicado que se hacía cuando ocurría algo parecido...
Yo en cambio, aunque mi cuerpo se resintió, no decayó y aún podía mantenerme en pie. Estuve tiempo intentando encontrar alguna persona que pudiera hacer algo por ella por todo el pueblo, pero sin éxito. Los demás, aún después de años de vivir en el mismo lugar, casi no nos conocían, y tenían demasiadas preocupaciones con ellos mismos y los suyos en salir adelante, para dedicarnos un solo minuto...
Cuando parecía que nuestro final estaba cerca, picaron a la puerta de nuestra casa. En ese momento yo estaba adormilado y no sabía si mi madre ya estaba durmiendo el sueño de no retorno. Cuando oí la puerta me sobresalté y fui corriendo lo que pude para ver de quien se podía tratar.
Cuando abrí la puerta me froté los ojos como creyendo que soñaba...
Siguiente capítulo...
Los tiempos en guerra siempre son fatales. Sea el lugar y la época que sea. Y en el pueblo donde viví mis primeros años de vida, donde la vida normal ya era pobre de por sí, la fatalidad alcanzó proporciones épicas...
Después del reclutamiento forzado de los aldeanos, la desgracia acabó con las esperanzas de muchos en seguir adelante. La hambruna se hizo más acuciante de lo que podía ser en tiempos de escasez y esto pudo con mucha gente del pueblo. Los alimentos no llegaban y cuando lo hacían era demasiado tarde. Los hombres, responsables de sacar adelante a sus familias, se habían marchado a un viaje sin retorno y los que quedaron padecieron las horribles consecuencias...
Muchos decidieron irse de sus hogares para encontrar un lugar con más posibilidades donde vivir, dejando atrás toda una vida y el esfuerzo de años de duro trabajo. Las tierras que abandonaban se marchitaban con el paso de los meses. Algo que sucedía incluso con los cultivos de los que se quedaban debido a que los que podían hacer el trabajo estaban en el mejor de los casos luchando por su vida con lo que podían, o en el peor de los casos, enterrados en una fosa común de algún lugar ignoto. El clima durante aquellos años tampoco cambió la situación para mejor. Parecía que la calamidades que traía consigo el conflicto no venían solas...
Las pocas familias que quedaron diezmaron con demasiada celeridad. Primero los hombres y mujeres de más edad, acompañados por los niños de muy corta edad. Los funerales estaban a la orden del día y las campanas de la iglesia no paraban de tocar la marcha fúnebre. Todos los aldeanos decidieron sin anunciarlo públicamente, vestirse de negro. Algunos por la pérdida de familiares y amigos, otros por la certeza de que los que cumplían con su deber con la patria no volverían. Si quedaba la remota posibilidad de que hubiera alguno que no tuviera esta situación directa o indirectamente, lo hacía por solidaridad con los demás...
Los niños como yo, tuvimos que trabajar para la subsistencia de nuestras familias y hacernos hombres a marchas forzadas. Algunos no pudieron con tanto esfuerzo físico y sufrieron hasta morir de enfermedades que no pudieron ser tratadas por ningún médico porque no había ninguno...
Tanta muerte hizo que el cementerio del pueblo se saturara. Lo siguiente fue cavar fosas a las afueras del pueblo para evitar más enfermedades... y más muerte... y niños que no habían llegado a la pubertad cavando para enterrar a los suyos...
En este ambiente de desolación vivimos mi madre y yo. Y a diferencia de otras familias, en las que la pérdida de algunos creaba vínculos fuertes entre los que quedaban, nuestra unión era... un espejismo... necesario.
Después de la marcha de mi padre, mi madre se encerró más en si misma, si eso era posible. No nos dirigíamos la palabra, y ni ella ni yo intentábamos cambiar la situación entre nosostros. Parecía como si hubiéramos decidido clausurarnos en un convento y cumplir voto de silencio. Aunque en nuestro caso no habían misas, ni flagelaciones... casi no existíamos. Eramos como dos almas en pena sin rumbo...
Al principio pasamos hambre. Al poco... hambre en demasía. Los primeros días nuestros estómagos gritaban nuestra atención constantemente. Pero con el tiempo dejaron de "molestar". Como al niño que dejas que llore todo lo que quiera hasta que se queda dormido.
Esta fue nuestra horrible situación durante meses. Nuestros cuerpos se volvieron cadavéricos. Pertenecíamos más al otro mundo que al nuestro. Mi madre junto con la palidez que hizo suya desde hacía tiempo parecía un auténtico fantasma. Pero al carecer de expresión en su rostro , nunca supe si alguna vez se planteó que lo único que quedaba era esperar que llegara la guadaña para llevarnos o algún milagro que cambiara nuestras vidas.
Cuando todo se hizo insoportable mi madre cayó enferma. No podía ser de otro modo. No podía moverse de la cama y su cuerpo pasaba de una fiebre abrasadora a un cuerpo helado como témpano de hielo. Lo único que se me ocurrió en aquel momento era sentarme a su lado y cogerle de la mano. Con ocho años no podía hacer otra cosa. Nadie me había explicado que se hacía cuando ocurría algo parecido...
Yo en cambio, aunque mi cuerpo se resintió, no decayó y aún podía mantenerme en pie. Estuve tiempo intentando encontrar alguna persona que pudiera hacer algo por ella por todo el pueblo, pero sin éxito. Los demás, aún después de años de vivir en el mismo lugar, casi no nos conocían, y tenían demasiadas preocupaciones con ellos mismos y los suyos en salir adelante, para dedicarnos un solo minuto...
Cuando parecía que nuestro final estaba cerca, picaron a la puerta de nuestra casa. En ese momento yo estaba adormilado y no sabía si mi madre ya estaba durmiendo el sueño de no retorno. Cuando oí la puerta me sobresalté y fui corriendo lo que pude para ver de quien se podía tratar.
Cuando abrí la puerta me froté los ojos como creyendo que soñaba...
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