Capítulo anterior...
A partir de ese día dios formó parte de nuestras vidas. De un ateísmo recalcitrante mi madre pasó a ser una ferviente creyente de la religión judía. Con el tiempo supe que su salvador no era ni más ni menos que un rabino de una sinagoga en un pueblo cercano al nuestro. No sé si como muestra de agradecimiento o por otra razón que más tarde confirmé pero el comportamiento de mi madre cambió hacia los demás, hacia el mundo... pero no hacía mi.
Pasamos de estar en un pozo sin fondo a ser rescatados por un alto representante del mismo dios del que tanto tuve que oír los años posteriores. Supongo que en mi situación tendría que haber estado igualmente agradecido por lo sucedido, pero los acontecimientos a raíz de la "resurrección" de mi madre lo único que consiguieron es que me encerrara más en mí mismo.
Después de la aparición de aquel rabino vivimos una vida muy distinta a la que habíamos estado acostumbrados. La pasividad que nos llevó a la situación extrema que tuvimos que sufrir en carne propia tenía solución a pesar de que nuestros toscos ojos no se percataran de ello. Y mi madre relacionó sin pensar su salvación con una nueva oportunidad que el dios judío le había dado para que su vida fuera feliz.
Durante el siguiente año las visitas de aquel barbudo personaje fueron continuas y con el paso del tiempo frecuentes. Su actitud optimista ante la vida y su fe levantaron las ruinas de nuestro hogar para construir otro templo de devoción que yo desde un principio no entendí. Se hicieron reformas en la casa, trajo comida aunque sabíamos que era difícil de conseguir y tanto mi madre como yo ganamos el peso perdido. Mi madre incluso ganó algún quilo de más...
Pero no todo quedó ahí. Un día el rabino llegó con dos hombres más y empezaron a montar una maquinaria que ocupó gran parte del comedor. Al poco apareció otra conocida mujer de aquel hombre y le explicó a mi madre los entresijos de uso de aquel armatoste. En pocos meses, mi madre que no sabía casi ni hacer las labores de la casa, empezó a tejer haciendo un ruido estrepitoso que se podía oír desde las casas colindantes. Todo aquello que tejía se lo llevaba la mujer a cambio de dinero contante y sonante.
Me sentía un espectador viendo una obra de teatro. Y mi mutismo solo hacía que acrecentar mi condición y mi soledad. Las sonrisas que veía e incluso las risas que oía de mi madre con las visitas del rabino se volvían seriedad e indiferencia cuando él desaparecía. Y aquel niño que nada entendió en ese momento optó por no poner nada de su parte para que su madre cambiara con él. De que hubiese servido?
El rabino siempre fue cordial y amable conmigo. Intentó enseñarme a leer un libro que siempre llevaba consigo. Intentó enseñarme a escribir. Pero ante mi negativa y después de insistir varias veces decidió pasar a saludarme cuando llegaba y a despedirse cuando se iba...
Recuerdo una noche en la que trajo consigo un extraño objeto de gran tamaño. Era un candelabro de cobre con ornamentos labrados y que tenía siete brazos. Tal y como llegó lo dejó en medio de la mesa del comedor y encendió las velas que aguantaba cada brazo. Pusimos la mesa con todo tipo de alimentos y nos sentamos a cenar. Tanto mi madre como él agacharon la cabeza y el religioso empezó a orar en susurros. Yo mientras tanto observaba aquel objeto y la luz que inundaba toda la habitación. Ocupaba tanto espacio que poco nos quedaba a los tres para comer...
Después de los rezos el rabino explicó que se trataba de la Menorá, un objeto de gran importancia en su religión que... no hice caso ni lo más mínimo de lo que decía. Me sentí molesto por la intromisión de aquel objeto. Por la intromisión de aquel hombre en nuestras vidas que a mi personalmente no había conseguido cambiar nada para ser feliz. Seguía solo. Más solo incluso que antes, cuando mi madre no tenía otra que dirigirme la palabra aunque fuera poca porque solo nos teníamos ella y yo...
No sé cual fue la razón exacta de lo que hice, supongo que envidia, celos quizá. Recuerdo a aquel hombre hablando de su religión como si estuviera subido en un púlpito convenciendo a sus fieles de lo bueno de su fe y ocultando lo malo detrás de su negra barba. Recuerdo a mi madre con seriedad respetuosa y como hipnotizada por lo que él decía. Pude leer sus pensamientos en aquel momento aunque al ser tan pequeño no alcancé a entender la gravedad de los mismos para mí...
Fue entonces cuando cogí el plato lleno de comida hasta los bordes y con todas mis fuerzas lo estampé contra la pared con rabia contenida. Me levanté rápidamente, tire la silla al suelo de un empujón y me fui corriendo a mi habitación cerrando la puerta de un portazo.
Me senté en una esquina de la habitación pero no lloré. Me quede mirando mis puños cerrados durante tiempo. Desde el otro lado pude oír:
- Tu hijo se pasa mucho rato solo. Necesita ocupar el tiempo en hacer algo productivo para que le haga ver las cosas de manera diferente. Conozco a una mujer a las afueras del pueblo que necesita ayuda. Quizá tu hijo pueda ayudarla. Mañana iré con él y se la presentaré...
Nadie entró para saber lo que me pasaba. Me quedé en la penumbra con mi soledad. Yo y mi soledad maldecimos a dios en pensamientos. Así hasta que me quedé dormido...
Siguiente capítulo...
A partir de ese día dios formó parte de nuestras vidas. De un ateísmo recalcitrante mi madre pasó a ser una ferviente creyente de la religión judía. Con el tiempo supe que su salvador no era ni más ni menos que un rabino de una sinagoga en un pueblo cercano al nuestro. No sé si como muestra de agradecimiento o por otra razón que más tarde confirmé pero el comportamiento de mi madre cambió hacia los demás, hacia el mundo... pero no hacía mi.
Pasamos de estar en un pozo sin fondo a ser rescatados por un alto representante del mismo dios del que tanto tuve que oír los años posteriores. Supongo que en mi situación tendría que haber estado igualmente agradecido por lo sucedido, pero los acontecimientos a raíz de la "resurrección" de mi madre lo único que consiguieron es que me encerrara más en mí mismo.
Después de la aparición de aquel rabino vivimos una vida muy distinta a la que habíamos estado acostumbrados. La pasividad que nos llevó a la situación extrema que tuvimos que sufrir en carne propia tenía solución a pesar de que nuestros toscos ojos no se percataran de ello. Y mi madre relacionó sin pensar su salvación con una nueva oportunidad que el dios judío le había dado para que su vida fuera feliz.
Durante el siguiente año las visitas de aquel barbudo personaje fueron continuas y con el paso del tiempo frecuentes. Su actitud optimista ante la vida y su fe levantaron las ruinas de nuestro hogar para construir otro templo de devoción que yo desde un principio no entendí. Se hicieron reformas en la casa, trajo comida aunque sabíamos que era difícil de conseguir y tanto mi madre como yo ganamos el peso perdido. Mi madre incluso ganó algún quilo de más...
Pero no todo quedó ahí. Un día el rabino llegó con dos hombres más y empezaron a montar una maquinaria que ocupó gran parte del comedor. Al poco apareció otra conocida mujer de aquel hombre y le explicó a mi madre los entresijos de uso de aquel armatoste. En pocos meses, mi madre que no sabía casi ni hacer las labores de la casa, empezó a tejer haciendo un ruido estrepitoso que se podía oír desde las casas colindantes. Todo aquello que tejía se lo llevaba la mujer a cambio de dinero contante y sonante.
Me sentía un espectador viendo una obra de teatro. Y mi mutismo solo hacía que acrecentar mi condición y mi soledad. Las sonrisas que veía e incluso las risas que oía de mi madre con las visitas del rabino se volvían seriedad e indiferencia cuando él desaparecía. Y aquel niño que nada entendió en ese momento optó por no poner nada de su parte para que su madre cambiara con él. De que hubiese servido?
El rabino siempre fue cordial y amable conmigo. Intentó enseñarme a leer un libro que siempre llevaba consigo. Intentó enseñarme a escribir. Pero ante mi negativa y después de insistir varias veces decidió pasar a saludarme cuando llegaba y a despedirse cuando se iba...
Recuerdo una noche en la que trajo consigo un extraño objeto de gran tamaño. Era un candelabro de cobre con ornamentos labrados y que tenía siete brazos. Tal y como llegó lo dejó en medio de la mesa del comedor y encendió las velas que aguantaba cada brazo. Pusimos la mesa con todo tipo de alimentos y nos sentamos a cenar. Tanto mi madre como él agacharon la cabeza y el religioso empezó a orar en susurros. Yo mientras tanto observaba aquel objeto y la luz que inundaba toda la habitación. Ocupaba tanto espacio que poco nos quedaba a los tres para comer...
Después de los rezos el rabino explicó que se trataba de la Menorá, un objeto de gran importancia en su religión que... no hice caso ni lo más mínimo de lo que decía. Me sentí molesto por la intromisión de aquel objeto. Por la intromisión de aquel hombre en nuestras vidas que a mi personalmente no había conseguido cambiar nada para ser feliz. Seguía solo. Más solo incluso que antes, cuando mi madre no tenía otra que dirigirme la palabra aunque fuera poca porque solo nos teníamos ella y yo...
No sé cual fue la razón exacta de lo que hice, supongo que envidia, celos quizá. Recuerdo a aquel hombre hablando de su religión como si estuviera subido en un púlpito convenciendo a sus fieles de lo bueno de su fe y ocultando lo malo detrás de su negra barba. Recuerdo a mi madre con seriedad respetuosa y como hipnotizada por lo que él decía. Pude leer sus pensamientos en aquel momento aunque al ser tan pequeño no alcancé a entender la gravedad de los mismos para mí...
Fue entonces cuando cogí el plato lleno de comida hasta los bordes y con todas mis fuerzas lo estampé contra la pared con rabia contenida. Me levanté rápidamente, tire la silla al suelo de un empujón y me fui corriendo a mi habitación cerrando la puerta de un portazo.
Me senté en una esquina de la habitación pero no lloré. Me quede mirando mis puños cerrados durante tiempo. Desde el otro lado pude oír:
- Tu hijo se pasa mucho rato solo. Necesita ocupar el tiempo en hacer algo productivo para que le haga ver las cosas de manera diferente. Conozco a una mujer a las afueras del pueblo que necesita ayuda. Quizá tu hijo pueda ayudarla. Mañana iré con él y se la presentaré...
Nadie entró para saber lo que me pasaba. Me quedé en la penumbra con mi soledad. Yo y mi soledad maldecimos a dios en pensamientos. Así hasta que me quedé dormido...
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