domingo, 2 de mayo de 2010

Capítulo 1

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Conflicto. Esa es la mejor palabra que puede describir mi vida. Conflicto interminable...

Nací a comienzos del siglo veinte en Alemania. "El imperio más poderoso que ha existido en la historia, niño...". Eso mismo lo escuché de mi padre desde que tengo conciencia de que existo. Las noticias de lo que acontecía en el resto del país nos llegaban a cuenta gotas por un cartero que venía de vez en cuando y explicaba lo que sucedía por una moneda que muchas veces no teníamos. En todo caso, ese gran poder que proclamaba mi padre a los cuatro vientos día sí y día también, yo no lo veía por ningún sitio...

Mi padre, mi madre y yo vivíamos en una casa medio derruida de un pequeño pueblo perdido entre bosques y montañas donde el lujo y la fortuna brillaban por su ausencia. Un comedor con muebles muy antiguos para la época y comidos por la carcoma, dos dormitorios diminutos con camastros más que camas, una letrina (si es que se le podía dar ese calificativo...) y una cocina que se utilizaba poco o casi nada. Solo había lo indispensable para sobrevivir o mejor dicho mal vivir. Sin electricidad, sin agua potable, sin todos esos "lujos" que hoy en día son tan normales. Pero lo peor no era eso ni mucho menos. La convivencia con el paso de los años fue de mal en peor. Nadie se puede imaginar la de conflictos que pueden aparecer en un espacio tan reducido. Eso es lo que he pensado siempre....

El único objeto de "valor" que había en el hogar era un gramófono de cuerda. El bien más preciado de mi padre. Solo el lo podía tocar. La reprimenda si te acercabas a pocos metros estaba y siempre lo ha estado... fuera de lugar. Solo había una canción que sonaba una y otra vez en infinidad de ocasiones. "Muerte y funeral de Siegfried" de Richard Wagner. El ídolo musical de mi padre por antonomasia. Luego me dí cuenta que mi padre no sabía nada de música ni le importaba. Pero Richard Wagner fue un gran erudito por lo que decían y sobre todo alemán. Con eso bastaba...

Nunca he llegado a saber del todo cierto si mis padres estaban casados. La verdad es que parecían dos completos desconocidos que se habían juntado por obligación. Siempre he estado convencido que esa obligación era mi pésima aparición en escena en el momento menos oportuno. Mi madre era muy joven cuando nací. Tenía poco más de quince años. Era una niña huérfana que tuvo que hacerse una mujer a trompicones. Mi padre al contrario era bastante más mayor. Rondaba la treintena. Aunque no era huérfano como mi madre nunca me habló de sus padres. La verdad es que nunca conocí a más familiares que mis propios padres. Como no iba a la escuela, mi educación se limitaba a dos personas que no se querían, con vidas llevadas al extremo...

Pero tenían algo en común, a pesar de todo. Los dos eran muy altos, rubios y con los ojos azules con tonalidades de verde. De cuerpo esbelto y bien formado por parte de mi madre, y de espaldas anchas y músculos hercúleos por parte de mi padre. Quien me iba a decir que esa herencia genética me iba a abrir tantas puertas en el futuro...

La educación era pésima. Leer y escribir eran dos verbos que nunca se utilizaban en mi familia. Mi padre que amaba a su patria como su gramófono, odiaba la religión con la misma intensidad. Era demasiado pequeño para preguntarle el porque. Mi madre casi no hablaba sobre este tema...y...ahora que lo pienso... sobre ningún otro...

En mi infancia no hubieron abrazos. No hubieron besos. El contacto físico que había entre mis padres solamente se manifestaba cuando mi padre, borracho de la taberna en la mayoría de días o enfadado, cogía a mi madre por el pelo y la arrastraba al dormitorio. Cerraba la puerta de un golpe, se oían palabras a gritos que yo no entendía, y luego mi padre salía de la casa para seguir emborrachándose. La primera vez que vi sangre no fue por alguna herida que me hubiera hecho yo. Era sangre de mi madre después de las palizas que le propinaba mi padre. Siendo tan pequeño, corría hacía el dormitorio y veía a mi madre hecha un ovillo en el suelo llorando desconsoladamente. La reacción al acercarme siempre fue la misma. Le tocaba el brazo, ella me miraba, me daba un empujón que me tiraba al suelo, gritaba "Fuera!" y seguía llorando...

Nunca he tenido el cariño de una madre a su hijo. Siempre me veía como el error que le había llevado a su situación de infelicidad y desgracia. La situación insoportable que vivía hizo que me ignorara completamente. Casi no cruzaba la mirada conmigo, como si yo no existiese o fuese un temor al que no se quería afrontar. Hacía las labores del hogar cuando se acordaba y me alimentaba para no cargar más su conciencia, pero nada más. Se pasaba el día mirando por la ventana sin decir palabra y cuando llegaba la noche empezaba a sollozar... como avisándome inconscientemente que llegaba el peor momento con letras mayúsculas del día. Esta historia, que yo recuerde, se repetía todos los días...

Yo en aquel momento solo tenía tres años...

Siguiente capítulo...

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